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Hace poco encontré por la red esta anécdota.  El representante de Israel ante las Naciones Unidas inicia su discurso con las siguientes palabras:

Antes de empezar mi discurso querría contarles algo sobre Moisés:
Cuando Moisés golpeó la roca y de ella salió agua, pensó “qué buena oportunidad para darme un baño”. Se quitó la ropa, la dejó junto a la roca y entró al agua. Abía acabado su baño y al querer vestirse, para su sorpresa, su ropa no estaba allí. Se la habían robado los palestinos“.

El representante de Palestina, al oírlas, salta furioso e interrumpe:

¡Qué dice! ¡Si los Palestinos no estaban allí entonces!“.

El representante de Israel sonríe y concluye:

Muy bien… y ahora que ha quedado claro lo de quienes llegamos primero a este territorio y quienes fueron sus invasores, comenzaré mi discurso…“.

Desconozco si la anécdota es cierta o no pero no importa. Ilustra un riesgo con el que convivimos cuando debatimos: dejarnos llevar por nuestra emocionalidad y no calcular los efectos de las intervenciones de nuestro interlocutor. En este caso, el representante de Palestina, con su intervención, le regalaba credibilidad, a borbotones. al argumento del israelita.

Dos puntos cobran relevancia en esta historia. Uno, la necesidad de autocontrol personal que hace que conservemos la suficiente calma para poder preguntarnos ¿cuál es el objetivo de la otra parte? ¿Qué pretende conseguir con su intervención? El segundo punto, calcular el efecto buscado por el otro y como puede afectar a nuestros objetivos. Seguramente siempre nos pueden sorprender pero al menos no se lo estaremos poniendo fácil.

Por cierto, había va con hache.